martes, 1 de julio de 2008

City Lights

Plena avenida. Las luces de las marquesinas resaltan en la oscuridad penetrante de la noche. Se presentan amenazantes, perturbadoras. Su inquietante brillo impacta en las retinas como un shock convulsivo. Entre la locura de las dagas de neón, las percibo como gigantes, tal como Don Quijote percibía a los molinos. Gigantes que intentan dominar cada hemisferio del cerebro, tentándolos, ordenándoles que fijen su atención en ellos, casi como aquellos espirales hipnóticos. ¡Entre aquí! ¡Compre aquí! ¡Coma aquí!

Me pregunto cómo se vería todo antes de las marquesinas, antes de las luces. Por un momento, soy un personaje de alguna época pasada, que al llegar a esta ciudad moderna se siente avasallado por esos carteles luminosos. Lo desconciertan.

En fracciones de segundo he recibido toneladas de información, toneladas de propuestas. El próximo es mas grande, el siguiente más poderoso, el último más convincente. Yo, cada vez más pequeña y vulnerable.

miércoles, 25 de junio de 2008

La pelotudez crónica

Hoy me voy a correr un poquito del tono apocalíptico de mis escritos. No sólo eso, sino que voy a intentar, al menos, correrme de la continua pretensión de embellecer al texto, de elevarlo, de usar metáforas o relacionar los ingredientes del arroz con leche con la cría de pollos en Checoslovaquia.
Hoy mi cabeza está en otra cosa. Probablemente, con motivo de que hace cuatro días que no duermo, me encuentre en un estado de trance similar a aquel que producen los estimulantes (o al que a mi entender deben producir los estimulantes ). En síntesis, un estado de pelotudez total.
Pero no lo tomen como algo negativo, por favor. Poder tener hoy, habiendo cumplido con todas las agotadoras obligaciones que me deparaba la facultad esta semana, un grato momento de libertad, prescindir de toda coherencia tanto verbal como mental e incurrir al fin en el terreno de la boludez, es una sensación por demás gratificante.
En este contexto es que se desarrolla la pelotuda anécdota que voy a contarles. Pero, ¡atención!, que es pelotuda en la superficie, porque cuando me detengo a analizarla descubro en ella algunos datitos interesantes.
Cuenta la historia, que yo me tenía que tomar el bondi (este blog debería llamarse crónicas del bondi, o cómo el bondi me vive dando letra). Una vez arriba, para mi sorpresa, había espacio de sobra para sentarse. ¡Qué sublime! ¡Qué deleite! Pensé. Sin embargo,no me senté. Más bien me eché como una morsa con sobrepeso en el asiento. Me pegaba el solcito en la cara con una dulzura que los ojitos se me entrecerraban, el movimiento del bondi me acunaba, y el ¨dos finos chocolates por dos pesos, señoriii¨ del vendedor ambulante llegaba a mis oídos cual canción de cuna.
En eso (siempre hay un ¨en eso¨ en los momentos placenteros de la vida) se sube un viejo y se sienta atrás mío. Se manda, el viejo, un par de toses (la tos no se puede contar, pero estas fueron literalmente ¨toses¨, ¿te molesta? llamalas contracciones espasmódicas) Por supuesto, no presté demás atención a este suceso, ya que estamos en invierno y la tos es muy común en esta época. Pasado un tiempo desde la irrupción de las ¨toses¨ del viejo en el panorama casi celestial de mi recorrido, noté que éstas no eran tan corrientes, y decidí prestarles atención.
Traé a tu mente el sonido particular que hace el tren al pasar. No te averguences si, como el resto de nosotros, recordas ese sonido en forma de ¨que-tren que-tren¨. Podría decirse que el ruido del tren es reiterativo, monótono y constante. Exactamente así, era la tos del viejo. Fascinantemente, su tos era cíclica y no cesó en todo lo que duró el viaje. Más sorprendente aún, se mantuvo exactamente igual. Una seguidilla constante de leves ¨que-trenes¨ con la irrupción, cada una determinada y específica cantidad de los anteriores, de una explosión de tos gruesa y pesada. Seguramente el viejo no se daba cuenta de que su tos era realmente de una particularidad asombrosa.
Ya pasado un tiempo, me aposenté en otro asiento más alejado. Pero lo más interesante de todo es que si no hubiera sido por mi estado de pelotudez, y bajo el dominio de una intolerancia de mierda que he desarrollado durante este año, habría puteado al viejo, y me habría encabronado el resto del viaje. Probablemente, si no hubiese sido lo suficientemente boluda como para prestarle atención a su tos, me hubiera perdido de descubrir sus deslumbrantes características. En otras palabras, no me hubiera cagado de la risa como me cagué (no del viejo, que no se me malinterprete) y no estaría contándoles esta historia.
Amigos míos, abracen la pelotudez, acarícienla. La pelotudez puede ser, a veces, libertad. Como corretear por un campito estando en pelotas.
Brindo por ella.

martes, 17 de junio de 2008

Gris

No puedo ver las cosas a mi alrededor. De repente, todo parece gris, frio, indiferente. Me siento ciega ante la magia, ante lo oculto, ante lo bueno que debería haber en todas las cosas.
No puedo mirar más allá, lo demás es monótono, hermético, desesperantemente familiar. No me puedo jactar de alcanzar las hazañas del viajero apasionado porque hoy nada me apasiona.Ni siquiera viajo: de alguna absurda manera me encuentro siempre en el mismo lugar.

miércoles, 4 de junio de 2008

El bondi (o de como perder la dignidad por unas monedas)


El bondi. El bondi parece una maquina que succionar las pocas cosas buenas que quedan en nosotros. Uno entra siendo caperucita roja, y sale como el lobo. Uno se siente contento consigo mismo, se piensa un sobreviviente, lo poco que queda de rescatable en este mundo de mierda. Se queja, se apiada, se solidariza, uno hace realmente la diferencia, y de repente el bondi. De repente la realidad que lo choca de frente, como diciendo: ¨ ¿en que espejo te estuviste mirando? ¨Empezá a foguearte¨- te dicen. ¿A foguearme? Seguir con la corriente, hacerme un poquito más egoísta (pero porque no te queda otra, ¿entendés?), un poquito más individualista, un poquito menos pelotuda.
Tardás, obvio. No es tan fácil ¨curtirse¨ (o lo es demasiado) y le vas agarrando la mano al asunto. Llegás a la parada y hacés la cola, (para ir sentada ¿viste?) Pero antes, y a fuerza de la experiencia que fuiste adquiriendo, vas a sacar el boleto a la garita. Aprendiste, que en ese microsegundo que vos estás poniendo la monedita que te costo una mañana conseguir, se llenó el colectivo y a hacer la cola de nuevo.
Dejás pasar tres. Te volviste exquisita.
Una vez arriba, le deseas un buen día al conductor. Pero no por buena educación en absoluto. En esta vorágine de llegar a destino a tiempo y encima viajar cómodo, el colectivero se convirtió en una especie de semi-dios.
Te vas bien al fondo, ahí donde los pasajeros con ¨ movilidad reducida ¨ nunca llegan.
En la cola te habías puesto a hablar con una viejita sobre el tren bala y el kilombo del campo, pero ahora la pasas a los empujones, porque ese escalón que separa a la vereda del colectivo las convierte en enemigas.
No ves a ninguna embarazada subiendo y te sentís a salvo. A dos cuadras se sube un señor con un pibe de 20 años en brazos. Lo puteas, porque el tipo estaba a un paso de la estación donde podía procurarse el asiento como el resto, pero no, el contaba con que algún boludo le iba a ceder el asiento. Estas reflexiones te distienden.
Viendo que nadie se solidariza con él, se va para la parte de atrás. Sí, ahí donde estas vos, supuestamente a salvo. Le hubieras dado tu lugar, pero eso era antes, antes de foguearte, cuando eras una pelotuda. Sentís que la mina de al lado te mira incriminándote, indignada de que una pendeja como vos no sea capaz de ceder el asiento. Pero si la mujer volteara, vería que la están mirando de la misma forma en que ella te mira. De repente, somos todos jueces y acusados, todos verdugos y culpables.
Elaborás en tu cabeza una jerarquía de quienes deberían ir sentados, y te ponés bastante arriba, ahí donde es difícil culparte. Alguno se duerme de golpe.
En ese momento de tensión donde el tipo esta ahí enfrente tuyo haciéndote sentir una mierda, alguien se levanta. Te sentís aliviada. Te das un poco de vergüenza, pero ¿que más da? si seguís con el culo apoyado en el asiento.
Cuando estás por llegar a destino, aparece en la escena una señora con un bastón y vos, con tu mejor cara de Heidi le cedes tu lugar. Te sentís bien con vos misma ¿Ves que vos si sos buena gente? Tocas el timbre, y te bajas.

A la vuelta la cosa no es tan sencilla. Tenés que subirte a mitad de recorrido y no podes decidir si ir sentada o no. Estás a la merced de tu suerte y sentís que merecés que esté de tu lado, porque estás tan cansada. Una vez arriba, y lejos de sorprenderte, te toca ir colgada de una de esas perchas tan pensadas para tu comodidad y no para maximizar la capacidad del colectivo. Te mareas y tratas de decírselo a tu cara, para que ésta a su vez se los transmita a los otros, a los que están sentados.
Si algo te enseñó la práctica es que nadie se va a apiadar de vos ahora que estás del otro lado. Pero lo que también aprendiste es a desarrollar tus sentidos en pos de ese fin último que es conseguir un lugar. Juzgas a los demás pasajeros por su ropa, por si están dormidos, o si tienen cara de estar observando si ya les toca bajarse. Te apostas cerca de ese señor que tiene pinta de bajarse en Caballito y, cubriendo la mayor cantidad de terreno posible, esperas.
Esperando, llegas hasta Pompeya. Tus sentidos fallaron esta vez. En ese ínterin te transformas, una especie de ser bestial que desconocías que tuvieras dentro se apodera de vos.Los odias a todos. A los otros, a los que están sentados, cómodos, y vos ahí parada y desfalleciendo. Te compadecés de esa pobre vieja que esta parada cargando doscientas bolsas y nadie es capaz de decirle que se siente en su lugar. Esos dos viejos, que estan cómodamente sentados sintiéndose los dueños del colectivo sólo porque son mayores. Y te miran, vos sabes que te miran con esos aires de estar por encima de todo como diciendo – tengo todo el derecho de estar en este asiento- Y los ojos te cambian. Ya no sos vos. Sentís que todos se burlan, te gozan, ellos, los sentados, tus enemigos.
Alguien se levanta. La chica que estaba al lado tuyo se levanta y te sentás.
Acomodás tus cositas y te ponés a mirar por la ventana. Los pensamientos se van. Ya todo pasó. De repente mirás a la vieja de la que antes te compadecías. Sin darle importancia volvés a girar hacia la ventana. ¿Qué carajo te importa la vieja? Ahora vos sos ajena a esos que están parados ( que se la banquen ¿no? Como te la bancaste vos) Están ellos allá y vos acá. Es la ley de la selva. Total, ahí arriba somos todos desconocidos.